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martes, 25 de junio de 2013

Solía caminar con los cascos puestos, a un paso lo bastante lento como para llegar unos minutos tarde a clase. Llegar tarde para no tener que soportar las miradas, comentarios e insultos cargados de desestimación por parte de mis compañeros. Hoy, sin embargo, llegué a la hora. Subí las escaleras que me llevaban hasta la clase de historia. Yo caminaba con la cabeza gacha, evitando mantener un contacto visual lo suficientemente intenso como para que el resto se percatara de mi presencia. Pero una vez más, lo hicieron. Me humillaron, me trataron con desprecio, e incluso me pusieron varias veces la zancadilla. El malestar que me había causado el comportamiento de aquellos bastardos provocó el bloqueo de mis pensamientos y no pude hacer más que aligerar el paso. Por desgracia, yo era consciente de que mi capacidad de reacción se había anulado por completo. Llegué a clase, me senté en el pupitre más alejado de la mesa de la profesora... Y lloré. Lloré en silencio. Lloré como nunca más lo había hecho.

miércoles, 5 de junio de 2013

Puntos, comas y paréntesis.

He llegado a un punto en el que no me siento capaz de diferenciar cuando estoy bien de cuando estoy mal. En el que el nivel de inestabilidad en el que me encuentro sumida abarca todos mis límites. En el que el vacío es tan extenso que ni siquiera puedo alcanzar a percibirlo. En el que se me hace imposible disfrutar de mis acciones. En el que puedo estar aparentemente en un lugar determinado, sin estarlo realmente. En el que el desorden físico no es más que una materialización del desorden en el que se encuentran atrapados mis pensamientos. Y en el que la acción de pensar ha pasado de ser un aspecto positivo a negativo en todo a lo que mi vida se refiere.