Cerré los ojos, y dejé que la realidad se desvaneciese hasta que no quedara ni rastro de ella. Poco después me di cuenta de que allí ya no había nada. O, al menos nada que yo fuera capaz de percibir. No pude volver a abrirlos, porque ya no estaban. Mis ojos formaban parte de aquella realidad que momentos antes se había esfumado.
Intenté buscar una sola razón por la que seguir caminando. Pero no encontré nada. Nada. Por un momento llegue a pensar que mi mente estaba vacía, sin pensamientos que ordenar y sin palabras que alinear. Pero no tarde mucho en darme cuenta de que no estaba en lo cierto. Allí estaba ella para recordarme, una vez más, cada uno de mis miedos. Ella nunca se iba. Buscaba eliminar de mi mente el pensamiento de seguir luchando. Quería hacerme retroceder. Pero no estaba dispuesta a dejar que la inseguridad se apoderase de mí, no, otra vez no. Me negaba a sentirme encadenada por aquella sensación de nuevo. No sabía que hacer. Temí volver a caer. Pero no lo hice. Porque allí estaba. Allí estaba la razón que había estado buscando momentos antes para seguir caminando. Necesitaba seguir haciéndolo para dejar atrás aquello de una vez por todas. Y lo hice. Seguí caminando hasta que comprendí que mi cuerpo se estaba dirigiendo hacia una dirección, y mi alma hacia otra totalmente opuesta.